Recordant Mario
Benedetti (14/09/1920 – 17/05/2009)
El presupuesto
En
nuestra oficina regía el mismo presupuesto desde el año mil novecientos
veintitantos, o sea desde una época en que la mayoría de nosotros estábamos
luchando con la geografía y con los quebrados. Sin embargo, el jefe se acordaba
del acontecimiento y a veces, cuando el trabajo disminuía, se sentaba
familiarmente sobre uno de nuestros escritorios, y así, con las piernas
colgantes que mostraban después del pantalón unos inmaculados calcetines
blancos, nos relataba con su vieja emoción y las quinientas noventa y ocho
palabras de costumbre, el lejano y magnífico día en que su Jefe -él era
entonces Oficial Primero- le había palmeado el hombro y le había dicho:
“Muchacho, tenemos presupuesto nuevo”, con la sonrisa amplia y satisfecha del
que ya ha calculado cuántas camisas podrá comprar con el aumento.
Un nuevo
presupuesto es la ambición máxima de una oficina pública. Nosotros sabíamos que
otras dependencias de personal más numeroso que la nuestra, habían obtenido
presupuesto cada dos o tres años. Y las mirábamos desde nuestra pequeña isla
administrativa con la misma desesperada resignación con que Robinson veía
desfilar los barcos por el horizonte, sabiendo que era tan inútil hacer señales
como sentir envidia. Nuestra envidia o nuestras señales hubieran servido de
poco, pues ni en los mejores tiempos pasamos de nueve empleados, y era lógico
que nadie se preocupara de una oficina así de reducida.
Como
sabíamos que nada ni nadie en el mundo mejoraría nuestros gajes, limitábamos
nuestra esperanza a una progresiva reducción de las salidas, y, en base a un
cooperativismo harto elemental, lo habíamos logrado en buena parte. Yo, por
ejemplo, pagaba la yerba; el Auxiliar Primero, el té de la tarde; el Auxiliar
Segundo, el azúcar; las tostadas el Oficial Primero, y el Oficial Segundo la
manteca. Las dos dactilógrafas y el portero estaban exonerados, pero el Jefe,
como ganaba un poco más, pagaba el diario que leíamos todos.
Nuestras
diversiones particulares se habían también achicado al mínimo. Íbamos al cine
una vez por mes, teniendo buen cuidado de ver todos diferentes películas, de
modo que, relatándolas luego en la Oficina, estuviéramos al tanto de lo que se
estrenaba. Habíamos fomentado el culto de juegos de atención tales como las
damas y el ajedrez, que costaban poco y mantenían el tiempo sin bostezos.
Jugábamos de cinco a seis, cuando ya era imposible que llegaran nuevos
expedientes, ya que el letrero de la ventanilla advertía que después de las
cinco no se recibían “asuntos”. Tantas veces lo habíamos leído que al final no
sabíamos quién lo había inventado, ni siquiera qué concepto respondía
exactamente a la palabra “asunto”. A veces alguien venía y preguntaba el número
de su “asunto”. Nosotros le dábamos el del expediente y el hombre se iba
satisfecho. De modo que un “asunto” podía ser, por ejemplo, un expediente.
En
realidad, la vida que pasábamos allí no era mala. De, vez en cuando el jefe se
creía en la obligación de mostrarnos las ventajas de la administración pública
sobre el comercio, y algunos de nosotros pensábamos que ya era un poco tarde
para que opinara diferente.
Uno de
sus argumentos era la Seguridad. La seguridad de que no nos dejarían cesantes.
Para que ello pudiera acontecer, era preciso que se reuniesen los senadores, y
nosotros sabíamos que los senadores apenas si se reunían cuando tenían que
interpelar a un Ministro. De modo que por ese lado el jefe tenía razón. La
Seguridad existía. Claro que también existía la otra seguridad, la de que nunca
tendríamos un aumento que nos permitiera comprar un sobretodo al contado. Pero
el jefe, que tampoco podía comprarlo, consideraba que no era ése el momento de
ponerse a criticar su empleo ni tampoco el nuestro. Y -como siempre- tenía
razón.
Esa paz
ya resuelta y casi definitiva que pesaba en nuestra Oficina, dejándonos
conformes con nuestro pequeño destino y un poco torpes debido a nuestra falta
de insomnios, se vio un día alterada por la noticia que trajo el Oficial
Segundo. Era sobrino de un Oficial Primero del Ministerio y resulta que ese tío
-dicho sea sin desprecio y con propiedad- había sabido que allí se hablaba de
un presupuesto nuevo para nuestra Oficina. Como en el primer momento no supimos
quién o quiénes eran los que hablaban de nuestro presupuesto, sonreímos con la
ironía de lujo que reservábamos para algunas ocasiones, como si el Oficial
Segundo estuviera un poco loco o como si nosotros pensáramos que él nos tomaba
por un poco tontos. Pero cuando nos agregó que, según el tío, el que había
hablado de ello había sido el mismo secretario, o sea el alma parens del
Ministerio, sentimos de pronto que en nuestras vidas de setenta pesos algo
estaba cambiando, como si una mano invisible hubiera apretado al fin aquella de
nuestras tuercas que se hallaba floja, como si nos hubiesen sacudido a
bofetadas toda la conformidad y toda la resignación.
En mi
caso particular, lo primero que se me ocurrió pensar y decir, fue “lapicera
fuente”. Hasta ese momento yo no había sabido que quería comprar una lapicera
fuente, pero cuando el Oficial Segundo abrió con su noticia ese enorme futuro
que apareja toda posibilidad, por mínima que sea, en seguida extraje de no sé
qué sótano de mis deseos una lapicera de color negro con capuchón de plata y
con mi nombre inscripto. Sabe Dios en qué tiempos se había enraizado en mí.
Vi y oí
además como el Auxiliar Primero hablaba de una bicicleta y el jefe contemplaba
distraídamente el taco desviado de sus zapatos y una de las dactilógrafas
despreciaba cariñosamente su cartera del último lustro. Vi y oí además cómo
todos nos pusimos de inmediato a intercambiar nuestros proyectos, sin
importarnos realmente nada lo que el otro decía, pero necesitando hallar un
escape a tanta contenida e ignorada ilusión. Vi y oí además cómo todos
decidimos festejar la buena nueva financiando con el rubro de reservas una
excepcional tarde de bizcochos.
Eso —los
bizcochos— fue el paso primero. Luego siguió el par de zapatos que se compró el
jefe. A los zapatos del Jefe, mi lapicera adquirida a pagar en diez cuotas. Y a
mi lapicera, el sobretodo del Oficial Segundo, la cartera de la Primera
Dactilógrafa, la bicicleta del Auxiliar Primero. Al mes y medio todos estábamos
empeñados y en angustia.
El
Oficial Segundo había traído más noticias. Primeramente, que el presupuesto
estaba a informe de la Secretaría del Ministerio. Después que no. No era en
Secretaría. Era en Contaduría. Pero el jefe de Contaduría estaba enfermo y era
preciso conocer su opinión. Todos nos preocupábamos por la salud de ese jefe
del que sólo sabíamos que se llamaba Eugenio y que tenía a estudio nuestro presupuesto.
Hubiéramos
querido obtener hasta un boletín diario de su salud. Pero sólo teníamos derecho
a las noticias desalentadoras del tío de nuestro Oficial Segundo. El jefe de
Contaduría seguía peor. Vivimos una tristeza tan larga por la enfermedad de ese
funcionario, que el día de su muerte sentimos, como los deudos de un asmático
grave, una especie de alivio al no tener que preocuparnos más de él. En
realidad, nos pusimos egoístamente alegres, porque esto significaba la
posibilidad de que llenaran la vacante y nombraran otro jefe que estudiara al
fin nuestro presupuesto.
A los
cuatro meses de la muerte de don Eugenio nombraron otro jefe de Contaduría. Esa
tarde suspendimos la partida de ajedrez, el mate y el trámite administrativo.
El jefe se puso a tararear un aria de Aida y nosotros nos quedamos —por esto y
por todo— tan nerviosos, que tuvimos que salir un rato a mirar las vidrieras. A
la vuelta nos esperaba una emoción. El tío había informado que nuestro
presupuesto no había estado nunca a estudio de la Contaduría. Había sido un
error. En realidad, no había salido de la Secretaría. Esto significaba un
considerable oscurecimiento de nuestro panorama. Si el presupuesto a estudio
hubiera estado en Contaduría, no nos habríamos alarmado. Después de todo, nosotros
sabíamos que hasta el momento no se había estudiado debido a la enfermedad del
jefe. Pero si había estado realmente en Secretaría, en la que el Secretario —su
jefe supremo— gozaba de perfecta salud, la demora no se debía a nada y podía
convertirse en demora sin fin.
Allí
comenzó la etapa crítica del desaliento. A primera hora nos mirábamos todos con
la interrogante desesperanzada de costumbre. Al principio todavía preguntábamos
¿Saben algo? Luego optamos por decir ¿Y? y terminamos finalmente por hacer la
pregunta con las cejas. Nadie sabía nada. Cuando alguien sabía algo, era que el
presupuesto todavía estaba a estudio de la Secretaría.
A los
ocho meses de la noticia primera, hacía ya dos que mi lapicera no funcionaba.
El Auxiliar Primero se había roto una costilla gracias a la bicicleta. Un judío
era el actual propietario de los libros que había comprado el Auxiliar Segundo;
el reloj del Oficial Primero atrasaba un cuarto de hora por jornada; los
zapatos del jefe tenían dos medias suelas (una cosida y otra clavada), y el
sobretodo del Oficial Segundo tenía las solapas gastadas y erectas como dos
alitas de equivocación.
Una vez
supimos que el Ministro había preguntado por el presupuesto. A la semana,
informó Secretaría. Nosotros queríamos saber qué decía el informe, pero el tío
no pudo averiguarlo porque era “estrictamente confidencial”. Pensamos que eso
era sencillamente una estupidez, porque nosotros, a todos aquellos expedientes
que traían una tarjeta en el ángulo superior con leyendas tales como “muy urgente”,
“trámite preferencial” o “estrictamente reservados”, los tratábamos en igualdad
de condiciones que a los otros. Pero por lo visto en el Ministerio no eran del
mismo parecer.
Otra vez
supimos que el Ministro había hablado del presupuesto con el Secretario. Como a
las conversaciones no se les ponía ninguna tarjeta especial, el tío pudo
enterarse y enterarnos de que el Ministro estaba de acuerdo. ¿Con qué y con
quién estaba de acuerdo? Cuando el tío quiso averiguar esto último, el Ministro
ya no estaba de acuerdo. Entonces, sin otra explicación comprendimos que antes
había estado de acuerdo con nosotros.
Otra vez
supimos que el presupuesto había sido reformado. Lo iban a tratar en la sesión
del próximo viernes, pero a los catorce viernes que siguieron a ese próximo, el
presupuesto no había sido tratado. Entonces empezamos a vigilar las fechas de
las próximas sesiones y cada sábado nos decíamos: “Bueno ahora será hasta el
viernes. Veremos qué pasa entonces”. Llegaba el viernes y no pasaba nada. Y el
sábado nos decíamos: “Bueno, será hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces.”
Y no pasaba nada. Y no pasaba nunca nada de nada.
Yo estaba
ya demasiado empeñado para permanecer impasible, porque la lapicera me había
estropeado el ritmo económico y desde entonces yo no había podido recuperar mi
equilibrio. Por eso fue que se me ocurrió que podíamos visitar al Ministro.
Durante
varias tardes estuvimos ensayando la entrevista. El Oficial Primero hacía de
Ministro, y el jefe, que había sido designado por aclamación para hablar en
nombre de todos, le presentaba nuestro reclamo. Cuando estuvimos conformes con
el ensayo, pedimos audiencia en el Ministerio y nos la concedieron para el
jueves. El jueves dejamos pues en la Oficina a una de las dactilógrafas y al
portero, y los demás nos fuimos a conversar con el Ministro. Conversar con el
Ministro no es lo mismo que conversar con otra persona. Para conversar con el
Ministro hay que esperar dos horas y media y a veces ocurre, como nos pasó
precisamente a nosotros, que ni al cabo de esas dos horas y media se puede
conversar con el Ministro. Sólo llegamos a presencia del Secretario, quien tomó
nota de las palabras del jefe —muy inferiores al peor de los ensayos, en los
que nadie tartamudeaba— y volvió con la respuesta del Ministro de que se
trataría nuestro presupuesto en la sesión del día siguiente.
Cuando
—relativamente satisfechos— salíamos del Ministerio, vimos que un auto se
detenía en la puerta y que de él bajaba el Ministro.
Nos
pareció un poco extraño que el Secretario nos hubiera traído la respuesta
personal del Ministro sin que éste estuviese presente. Pero en realidad nos
convenía más confiar un poco y todos asentimos con satisfacción y desahogo
cuando el jefe opinó que el Secretario seguramente habría consultado al
Ministro por teléfono.
Al otro
día, a las cinco de la tarde estábamos bastante nerviosos. Las cinco de la
tarde era la hora que nos habían dado para preguntar. Habíamos trabajado muy
poco; estábamos demasiado inquietos como para que las cosas nos salieran bien.
Nadie decía nada. El jefe ni siquiera tarareaba su aria. Dejamos pasar seis
minutos de estricta prudencia. Luego el jefe discó el número que todos sabíamos
de memoria, y pidió con el Secretario. La conversación duró muy poco. Entre los
varios “Sí”, “Ah, sí”, “Ah, bueno” del jefe, se escuchaba el ronquido
indistinto del otro. Cuando el jefe colgó el tubo, todos sabíamos la respuesta.
Sólo para confirmarla pusimos atención: “Parece que hoy no tuvieron tiempo.
Pero dice el Ministro que el presupuesto será tratado sin falta en la sesión
del próximo viernes...”
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