Recordant Mario
Benedetti (14/09/1920 – 17/05/2009)
Réquiem con tostadas
Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo
en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce,
aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a
encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No
crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque
no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía
ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le
agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con
usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también
era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio,
o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando
venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los
tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y
medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan
e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más
chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años
menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo.
¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a
aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se
ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de
acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se
emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a
pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a
mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque
la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no
lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los
ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo
no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los
labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era
consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá
cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me
acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era
una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente
y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo
llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a
un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba
de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con
los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un
bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo
precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe
nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los
arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de
su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase
de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se
emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de
la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto
yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto
a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo
que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna
tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si
viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El
Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la
matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se
quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá
todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al
mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la
insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después
vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre
después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos
tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera
nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los
gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le
tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente
por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para
quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el
día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía
defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más,
pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni
papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que
tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la
calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir
con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi
abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero
cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora
pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros.
Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso
me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero
cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía
ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue
importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la
quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos
siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando
ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que
no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía
joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un
castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que
mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era
para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien
abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre,
consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le
formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le
pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala
conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que
cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que
pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque
siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta
que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de
que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y
después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me
preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los
últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se
trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé
contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso
de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por
eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue
algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la
quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al
Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude
odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre.
Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de
mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí.
También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto
tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo
menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño
verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría
de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además,
yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a
mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no
habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo
contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en
que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me
parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más
grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras
condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba
simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena.
Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me
acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café
donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor
usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre
todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien.
Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un
premio para ella, que no lloraba nunca.
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