Tango
Estaba
tan borracho que no llegó haciendo eses sino equis. La casa (su casa)
estaba vacía, oscura, abandonada. Quizá por eso pudo llegar indemne hasta la
mecedora.
Cerró,
abrió y cerró los ojos. Lo que vislumbró no fue un sueño sino un milagro de
jardín. Con su madre o sin su madre. Eso dependía de la tensión de sus
párpados. Si era con su madre, ella lo señalaba con un índice acusador y una
mueca de burla. No era preciso que hablara. Él bien sabía de qué se
trataba. Desde la infancia la había despreciado, ninguneado con fervor,
desatendido. Entre ella y él no había puentes; sólo despeñaderos,
barrancos, hondonadas. Por eso ella, en vez de dos ojos verdes, tenía dos odios
grises.
Él abrió
los suyos, acarició los párpados heridos, posó su mirada opaca en la pared de
enfrente, que empezó a balancearse con un ritmo moderado. El cuadro estaba
ahí: una figura antigua, de hombre recio, con corbata de moña, melena
canosa y anteojos de miope. Cerró otra vez los ojos y el hombre se asomó
en el espacio inverosímil: allí no había moña ni anteojos. Él, cuando
estaba sobrio, era capaz de recitar de memoria todos los poemas de ese
tipo, pero ahora los versos se arrinconaban en el olvido. El hombre
semisoñado lo miraba con exigencia, reclamándole algo, aunque fueran dos
versos, una copla, el estrambote de un soneto mediocre. Pero él se
retraía, se ocultaba, no quería saber nada de una inspiración ajena. Ahí
era cuando el tipo empuñaba un látigo y él abría providencialmente los
ojos.
El cuadro
ya no estaba y la pared había dejado de balancearse. Qué bien le vendría
un café amargo, pero cómo llegar a la cafetera, a encender el gas, a no
derramar el agua que llamaba desde el grifo.
Por
primera vez lamentó su mamúa. Volvió a cerrar los ojos en busca de un
estímulo. Tardó en llegarle la somnolencia, pero cuando llegó fue una recompensa
inesperada. Frente a él, al alcance de sus manos, estaba Dorita, más
atractiva que nunca, con la boca entreabierta y a la espera, con el
camisón rosa que se le resbalaba de los senos, más turgentes que en épocas
pasadas. Quiso decir algo y no pudo. Dorita lo paralizaba consu belleza.
Decidió extender su mano hasta el pezón izquierdo, pero éste se hizo nada
entre su índice y su pulgar.
Esta vez
abrió los ojos porque alguien le estaba sacudiendo el hombro. Su mujer,
nada menos, y no era un sueño.
-
Otra vez mamado
-gritó ella.
-
Otra vez mamado
-admitió él-. Yo no tengo vergüenza de tomarme una copa.
-
¿Y cuántas
vergüenzas reservas para zamparte dos botellas?
-
Tres.
-
¿Tres?
¿Vergüenzas o botellas?
-
Botellas.
-
¿Hasta cuándo
pensás que voy a soportar este maldito tren de vida?
-
Mi amor, eso es
asunto tuyo.
-
Y vos, ¿no tenés
conciencia?
-
¿Querés que te
diga la verdad? Me tiene harto.
-
¿No tenés nada
más que decirme?
-
Cómo no... Vos
sabés que yo siempre cito a los clásicos. Por ejemplo, Cátulo Castillo
(música de Aníbal Troilo) que estampó para siempre esta delicia: «Yo sé
que te lastima / yo sé que te hace daño / llorarte mi sermón de vino».
-
Es cierto que me
hace daño. No importa. Aquí te dejo, con esa veterana curda, que ya forma
parte de tu currículo. Se acabó. No te preocupes. Cuando vos y yo seamos
finaditos, sé que voy a encontrarte en algún boliche (cantina, para los
ilustrados) del paraíso.
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