Recordant Mario
Benedetti (14/09/1920 – 17/05/2009)
Pacto de sangre
A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me
llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y
cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso.
Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora
o en la cama.
No hablo. Los demás creen
que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por
la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan.
Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué?
Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.
Esos siete pasos que me
separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría
hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me
gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y
me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más
cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla
húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno
invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A
veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor
aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero
confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más
parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años.
Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida
pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a
él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a
escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de
nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta,
probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo
que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubeola
y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal
porque si no hoy tendría problemas respiratorios; varices prematuras, hernia
inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado
cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y
sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más
años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo
quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por
vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle
que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria.
Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro
las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que
acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa
una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el
de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que
durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de
Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de
musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que
aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas
(suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo
de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras
veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde
estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y
no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una
suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano
de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros,
octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía
sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con
los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la
interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía
cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que
integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un
nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos
tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras
pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por
ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la
convivencia.
Como contrapartida, cuidé
siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo
(primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se
perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi
complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres
varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el
prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace
catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy
a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No
diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un
mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de
misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi
hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como
si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía
y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que
aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano
tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre
completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo
conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto
me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni
coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente
porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de
que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara
de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque
sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué
saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los
olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó
cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo
converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos
mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una
mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en
las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre
las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le
ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del
partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya;
Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por
Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija
viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías
a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y
vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el
hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de
haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los
negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan
malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los
pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las
lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo
del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el
desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para
qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venís ahora, a lo mejor no
lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita
(te llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te
enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella
decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A
lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá.
La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla
pero siente.
El único que con todo
derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama Octavio como yo
(al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está
la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único
ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace
un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y,
creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el
riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto.
Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le
pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le
propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar,
y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero
tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de
afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien
y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones
con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito
minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que
salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos
abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en
ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar
todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos
solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento
del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi
yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito
de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien
se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la
coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos,
que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser
totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso
con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo
cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior
el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en
busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de
curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre
debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo
por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento
posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero
cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el
brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el
pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá
recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él
dice qué lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo
también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los
cincuenta.
No soy yo el único que
narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la
televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de
Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz
de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas
célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o
cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando
el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos
que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia
hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me
escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para
crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo
eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió.
¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo
¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré
olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El
segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a
hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su
encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él
no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una
vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero
a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca
pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy
a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio
tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos
porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus
fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música
clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que
pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde
está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido
orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro
pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá
la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de
la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque
a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha
llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de
1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo
hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o
cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña
en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben
alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos
escribidor que Braille, y eso que su especialidad es la literatura, pero,
naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta,
en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas
un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo
mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y
Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your
kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que los
de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen".
También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero
suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en
realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy
aquí semipostrado. De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija,
cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando
al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y
también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto,
que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer
por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver
con el tío Braille, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no
podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya
que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto
íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté
la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que
ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya
que no iba a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o
cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que
Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que
se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una
formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía.
No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre
me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a
decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa.
Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso
al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo.
¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre
lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la
mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me
dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a
nadie con quién hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor.
Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta
y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte
viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.
Ahora tengo ganas de irme,
llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que
ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?),
pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere
cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo
sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?)
ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco
minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en
cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau,
para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese
instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a
otra parte. O a ninguna.
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