Recordant Mario Benedetti (14/09/1920 – 17/05/2009)
Sábado de gloria
Desde
antes de despertarme, oí caer la lluvia. Primero pensé que serían las seis y
cuarto de la mañana y debía ir a la oficina pero había dejado en casa de mi
madre los zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en los otros
zapatos, los comunes, porque me pone fuera de mí sentir cómo la humedad me va
enfriando los pies y los tobillos. Después creí que era domingo y me podía
quedar un rato bajo las frazadas. Eso -la certeza del feriado- me proporciona
siempre un placer infantil. Saber que puedo disponer del tiempo como si fuera
libre, como si no tuviera que correr dos cuadras, cuatro de cada seis mañanas,
para ganarle al reloj en que debo registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme
grave y pensar en temas importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la
guerra.
Durante
la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan cincuenta o
sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos contables, estamparles el
sello de contabilizado en fecha y poner mis iniciales con tinta verde. A las
doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro cuadras para
poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro esas cuadras vengo
colgado y me da náusea pasar tan cerca de los tranvías. En realidad no es
náusea sino miedo, un miedo horroroso.
Eso no
significa que piense en la muerte sino que me da asco imaginarme con la cabeza
rota o despanzurrado en medio de doscientos preocupados curiosos que se
empinaran para verme y contarlo todo, al día siguiente, mientras saborean el
postre en el almuerzo familiar. Un almuerzo familiar semejante al que liquido
en veinticinco minutos, completamente solo, porque Gloria se va media hora
antes a la tienda y me deja todo listo en cuatro viandas sobre el primus a
fuego lento, de manera que no tengo más que lavarme las manos y tragar la sopa,
la milanesa, la tortilla y la compota, echarle un vistazo al diario y lanzarme
otra vez a la caza del ómnibus. Cuando llego a las dos, escrituro las veinte o
treinta operaciones que quedaron pendientes y a eso de las cinco acudo con mi
libreta al timbrazo puntual del vicepresidente que me dicta las cinco o seis
cartas de rigor que debo entregar, antes de las siete, traducidas al inglés o
al alemán.
Dos veces
por semana, Gloria me espera a la salida para divertirnos en un cine donde ella
llora copiosamente y yo estrujo el sombrero o mastico el programa. Los otros
días ella va a ver a su madre y yo atiendo la contabilidad de dos panaderías,
cuyos propietarios -dos gallegos y un mallorquín- ganan lo suficiente fabricando
bizcochos con huevos podridos, pero más aún regentando las amuebladas más
concurridas de la zona sur. De modo que cuando regreso a casa, ella está
durmiendo o -cuando volvemos juntos- cenamos y nos acostamos en seguida,
cansados como animales. Muy pocas noches nos queda cuerda para el consumo
conyugal, y así, sin leer un solo libro, sin comentar siquiera las discusiones
entre mis compañeros o las brutalidades de su jefe, que se llama a sí mismo un
pan de Dios y al que ellos denominan pan duro, sin decirnos a veces buenas
noches, nos quedamos dormidos sin apagar la luz, porque ella quería leer el
crimen y yo la página de deportes.
Los
comentarios quedan para un sábado como este. (Porque en realidad era un sábado,
el final de una siesta de sábado.) Yo me levanto a las tres y media y preparo
el té con leche y lo traigo a la cama y ella se despierta entonces y pasa
revista a la rutina semanal y pone al día mis calcetines antes de levantarse a
las cinco menos cuarto para escuchar la hora del bolero. Sin embargo, este
sábado no hubiera sido de comentarios, porque anoche después del cine me excedí
en el elogio de Margaret Sullavan y ella sin titubear, se puso a pellizcarme y,
como yo seguía inmutable, me agredió con algo más temible y solapado como la descripción
simpática de un compañero de la tienda, y es una trampa, claro, porque la
actriz es una imagen y el tipo ese todo un baboso de carne y hueso. Por esa
estupidez nos acostamos sin hablarnos y esperamos una media hora con la luz
apagada, a ver si el otro iniciaba el trámite reconciliatorio. Yo no tenía
inconveniente en ser el primero, como en tantas otras veces, pero el sueño
empezó antes de que terminara el simulacro de odio y la paz fue postergada para
hoy, para el espacio blanco de esta siesta.
Por eso,
cuando vi que llovía, pensé que era mejor, porque la inclemencia exterior
reforzaría automáticamente nuestra intimidad y ninguno de los dos iba a ser tan
idiota como para pasar de trompa y en silencio una tarde lluviosa de sábado que
necesariamente deberíamos compartir en un departamento de dos habitaciones,
donde la soledad virtualmente no existe y todo se reduce a vivir frente a
frente. Ella se despertó con quejidos, pero yo no pensé nada malo. Siempre se
queja al despertarse.
Pero
cuando se despertó del todo e investigué en su rostro, la noté verdaderamente
mal, con el sufrimiento patente en las ojeras. No me acordé entonces de que no
nos hablábamos y le pregunté qué le pasaba. Le dolía en el costado. Le dolía
muy fuerte y estaba asustada.
Le dije
que iba a llamar a la doctora y ella dijo que sí, que la llamara en seguida.
Trataba de sonreír pero tenía los ojos tan hundidos, que yo vacilaba entre
quedarme con ella o ir a hablar por teléfono. Después pensé que si no iba se
asustaría más y entonces bajé y llamé a la doctora.
El tipo
que atendió dijo que no estaba en casa. No sé por qué se me ocurrió que mentía
y le dije que no era cierto, porque yo la había visto entrar. Entonces me dijo
que esperara un instante y al cabo de cinco minutos volvía al aparato e inventó
que yo tenía suerte, porque en este momento había llegado. Le dije mire qué
bien y le hice anotar la dirección y la urgencia.
Cuando
regresé, Gloria estaba mareada y aquello le dolía mucho más. Yo no sabía qué
hacer. Le puse una bolsa de agua caliente y después una bolsa de hielo. Nada la
calmaba y le di una aspirina. A las seis la doctora no había llegado y yo
estaba demasiado nervioso como para poder alentar a nadie. Le conté tres o
cuatro anécdotas que querían ser alegres, pero cuando ella sonreía con una
mueca me daba bastante rabia porque comprendía que no quería desanimarme. Tomé
un vaso de leche y nada más, porque sentía una bola en el estómago. A las seis
y media vino al fin la doctora. Es una vaca enorme, demasiado grande para
nuestro departamento. Tuvo dos o tres risitas estimulantes y después se puso a
apretarle la barriga. Le clavaba los dedos y luego soltaba de golpe.
Gloria se
mordía los labios y decía sí, que ahí le dolía, y allí un poco más, y allá más
aún.
Siempre
le dolía más.
La vaca
aquella seguía clavándole los dedos y soltando de golpe. Cuando se enderezó
tenía ojos de susto ella también y pidió alcohol para desinfectarse. En el
corredor me dijo que era peritonitis y que había que operar de inmediato. Le
confesé que estábamos en una mutualista y ella me aseguró que iba a hablar con
el cirujano.
Bajé con
ella y telefoneé a la parada de taxis y a la madre. Subí por la escalera porque
en el sexto piso habían dejado abierto el ascensor. Gloria estaba hecha un
ovillo y, aunque tenía los ojos secos, yo sabía que lloraba. Hice que se
pusiera mi sobretodo y mi bufanda y eso me trajo el recuerdo de un domingo en
que se vistió de pantalones y campera, y nos reíamos de su trasero saliente, de
sus caderas poco masculinas.
Pero
ahora ella con mi ropa era sólo una parodia de esa tarde y había que irse en
seguida y pensar.
Cuando
salíamos llegó su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios. Entonces ella
pareció comprender que había que ser fuerte y se resignó a esa fortaleza. En el
taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia obligada que le darían en la tienda
y que yo no iba a tener calcetines para el lunes y, como la madre era
virtualmente un manantial, ella le dijo si se creía que esto era un episodio de
radio. Yo sabía que cada vez le dolía más fuerte y ella sabía que yo sabía y se
apretaba contra mí.
Cuando la
bajamos en el sanatorio no tuvo más remedio que quejarse. La dejamos en una
salita y al rato vino el cirujano. Era un tipo alto, de mirada distraída y
bondadosa. Llevaba el guardapolvo desabrochado y bastante sucio. Ordenó que
saliéramos y cerró la puerta.
La madre
se sentó en una silla baja y lloraba cada vez más. Yo me puse a mirar la calle;
ahora no llovía.
Ni
siquiera tenía el consuelo de fumar. Ya en la época de liceo era el único entre
treinta y ocho que no había probado nunca un cigarrillo. Fue en la época de
liceo que conocí a Gloria y ella tenía trenzas negras y no podía pasar
cosmografía. Había dos modos de trabar relación con ella. O enseñarle
cosmografía o aprenderla juntos. Lo último era lo apropiado y, claro, ambos la
aprendimos.
Entonces
salió el médico y me preguntó si yo era el hermano o el marido. Yo dije que el
marido y él tosió como un asmático. "No es peritonitis", dijo,
"la doctora esa es una burra". "Ah", "Es otra cosa.
Mañana lo sabremos mejor." Mañana. Es decir que. "Lo sabremos mejor
si pasa esta noche. Si la operábamos, se acaba. Es bastante grave pero si pasa
hoy, creo que se salva".
Le
agradecí -no sé qué le agradecí- y el agregó: " La reglamentación no lo
permite, pero esta noche puede acompañarla." Primero pasó una enfermera
con mi sobretodo y mi bufanda. Después pasó ella en una camilla, con los ojos
cerrados, inconsciente.
A las
ocho pude entrar en la salita individual donde habían puesto a Gloria. Además
de la cama había una silla y una mesa. Me senté a horcajadas sobre la silla y
apoyé los codos en el respaldo. Sentía un dolor nervioso en los párpados, como
si tuviera los ojos excesivamente abiertos. No podía dejar de mirarla. La
sábana continuaba en la palidez de su rostro y la frente estaba brillante, cerosa.
Era una delicia sentirla respirar, aun así con los ojos cerrados. Me hacía la
ilusión de que no me hablaba sólo porque a mí me gustaba Margaret Sullavan, de
que yo no le hablaba porque su compañero esa simpático. Pero, en el fondo, yo
sabía la verdad y me sentía como en el aire, como si este insomnio fuera una
lamentable irrealidad que me exigía esta tensión momentánea, una tensión que de
un momento a otro iba a terminar.
Cada
eternidad sonaba a lo lejos un reloj y había transcurrido solamente una hora.
Una vez me levanté y salí al corredor y caminé unos pasos. Me salió un tipo al
encuentro, mordiendo un cigarrillo y preguntándome con un rostro gesticuloso y
radiante "Así que usted también está de espera?" Le dije que sí, que
también esperaba. "Es el primero", agrego, "parece que da
trabajo". Entonces sentí que me aflojaba y entré otra vez en la salita a
sentarme a horcajadas en la silla. Empecé a contar las baldosas y a jugar
juegos de superstición, haciéndome trampas. Calculaba a ojo el número de baldosas
que había en una hilera y luego me decía que si era impar se salvaba. Y era
impar. También se salvaba si sonaban las campanadas del reloj antes de que
contara diez. Y el reloj sonaba al contar cinco o seis. De pronto me hallé
pensando: "Si pasa de hoy..." y me entró el pánico. Era preciso
asegurar el futuro, imaginarlo a todo trance. Era preciso fabricar un futuro
para arrancarla de esta muerte en cierne. Y me puse a pensar que en la licencia
anual iríamos a Floresta, que el domingo próximo -porque era necesario crear un
futuro bien cercano- iríamos a cenar con mi hermano y su mujer y nos reiríamos
con ellos del susto de mi suegra, que yo haría pública mi ruptura formal con
Margaret Sullavan, que Gloria y yo tendríamos un hijo, dos hijos, cuatro hijos
y cada vez yo me pondría a esperar impaciente en el corredor.
Entonces
entró una enfermera y me hizo salir para darle una inyección. Después volví y
seguí formulando ese futuro fácil, transparente. Pero ella sacudió la cabeza,
murmuró algo y nada más.
Entonces
todo el presente era ella luchando por vivir, sólo ella y yo y la amenaza de la
muerte, sólo yo pendiente de las aletas de su nariz que benditamente se abrían
y se cerraban, sólo esta salita y el reloj sonando.
Entonces
extraje la libreta y empecé a escribir esto, para leérselo a ella cuando
estuviéramos otra vez en casa, para leérmelo a mí cuando estuviéramos otra vez
en casa.
Otra vez
en casa. Qué bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano, tan lejano como la
primera mujer cuando uno tiene once años, como el reumatismo cuando uno tiene
veinte, como la muerte cuando sólo era ayer. De pronto me distraje y pensé en
los partidos de hoy, en si los habrían suspendido por la lluvia, en el juez
inglés que debutaba en el Estadio, en los asientos contables que escrituré esta
mañana.
Pero
cuando ella volvió a penetrar por mis ojos, con la frente brillante y cerosa,
con la boca seca masticando su fiebre, me sentí profundamente ajeno en ese
sábado que habría sido el mío.
Eran las
once y media y me acordé de Dios, de mi antigua esperanza de que acaso
existiera. No quise rezar, por estricta honradez. Se reza ante aquello en que
se cree verdaderamente. Yo no puedo creer verdaderamente en él. Sólo tengo la
esperanza de que exista. Después me di cuenta de que yo no rezaba sólo para ver
si mi honradez lo conmovía. Y entonces recé. Una oración aplastante, llena de
escrúpulos, brutal, una oración como para que no quedasen dudas de que yo no
quería no podía adularlo, una oración a mano armada. Escuchaba mi propio
balbuceo mental, pero escuchaba sólo la respiración de Gloria, difícil,
afanosa. Otra eternidad y sonaron las doce. Si pasa de hoy.
Y había
pasado. Definitivamente había pasado y seguía respirando y me dormí. No soñé
nada.
Alguien
me sacudió el brazo y eran las cuatro y diez. Ella no estaba. Entonces el
médico entró y le preguntó a la enfermera si me lo había dicho. Yo grité que
sí, que me lo había dicho -aunque no era cierto- y que él era un animal, un
bruto más bruto aún que la doctora, porque había dicho que si pasaba de hoy, y
sin embargo. Le grité, creo que hasta lo escupí frenético, y él me miraba
bondadoso, odiosamente comprensivo, y yo sabía que no tenía razón, porque el
culpable era yo por haberme dormido, por haberla dejado sin mi única mirada,
sin su futuro imaginado por mí, sin mi oración hiriente, castigada.
Y
entonces pedí que me dijeran en dónde podía verla. Me sostenía una insulsa
curiosidad por verla desaparecer, llevándose consigo todos mis hijos, todos mis
feriados, toda mi apática ternura hacia Dios.
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